Un largo y solitario camino, Pablo Solari por Adrián G Basualdo, Crítico de arte, Buenos Aires, 2003
La mirada clara de Pablo Solari custodia el paisaje raigal del barrio porteño de Flores, donde nació en abril de 1953. Un lugar de avenidas transitadas, como aquella Juan Bautista Alberdi en la que medio siglo atrás estuviera su casa natal, o la San Pedrito en la que hoy tiene el taller que comparte con "Monchi", el gato blanco que pasea con gracia por entre colores y pinceles, pero también de calles recoletas, de adoquines adecuados para el fútbol entre amigos y la lectura compartida de los libros de aventuras de la colección Robin Hood.
Una infancia con eje en la vida familiar, donde la presencia de Italia se materializaba en padres y abuelos inmigrantes recientes, originarios de la Toscana, que se resistían a dejar su lengua y sus costumbres, sus canciones y el sobrevuelo de las melodías de Puccini y de Verdi cuyos ecos aún tienen vigencia en las mañanas frescas de este invierno de 2003.
La fortuita presencia de un vecino dibujante puso al Pablo niño de cuatro años un lápiz en la mano y una guía en los primeros trazos sobre el papel. La temprana revelación marcara la vida de quien desde entonces sabe de lo inexorable de su destino como artista.
La figura de Sarmiento y sus leyes sabias aportaron en el niño argentino hijo de italianos su cuota de formalidad. Y así Pablo recorrió con prolijidad, y un delantal blanco, ese trayecto que iba desde el primero inferior de entonces hasta el quinto año del Nacional. Claro que la visión del matrimonio Solari, nacidos en cuna de arte, supo hacer un espacio entre aulas y juegos para que Pablo concurriera a un taller de arte infantil donde se inició, copiando a los grandes maestros, en los misterios del color y de las formas. Este ciclo culmino a los doce años, cuando Pablo, enojado por ciertas imposiciones formales que la maestra hacia a su tarea de copiar "La lechera" de Vermeer, resolvió no volver más por la academia.
Culminado el secundario un espejismo vocacional lo lleva a cursar tres años en la facultad de Agronomía. No obstante, en ningún momento dejo de pintar y dibujar aunque esta actividad no lo llevo a vincularse a otros artistas. Solo recuerda de aquellos años una visita al taller de Benito Quinquela Martin, el maestro de la Boca.
A los 23 años, abandonado ya su paso por la universidad, decide buscar un nuevo cauce para su arte, y encuentra en el recordado "Conventillo del Arte", en la Plaza Lavalle, el taller del escultor Roberto Tessi. Paso allí cuatro años, consolidando su dibujo, encontrando soluciones técnicas, buscando en el modelo vivo los entresijos de la figura humana. Pese a compartir el taller con su maestro y otros alumnos, Pablo siguió aislado de los movimientos artísticos que por aquellos años fermentaban en la ciudad. Incontaminado de vanguardias o movimientos a la moda, apenas si de vez en cuando visitaba con su maestro algún museo.
En 1980, junto con el grupo de alumnos de Tessi, expone algunos trabajos en un certamen organizado por el Teatro IFT y obtiene un premio adquisición. Al año siguiente repiten la experiencia en el Ateneo Popular de la Boca y en la Sociedad de Cultura Italiana de Quilmes, donde también es galardonado.
La galería "El monje" (Quilmes, 1982) y la sede de la Obra Social del personal de Luz y Fuerza (1983) serán ámbitos donde también Pablo Solari mostrará sus obras.
Mientras tanto la venta ambulante (desde libros hasta manteles) por las calles de Flores y los barrios más cercanos, será el recurso para contar con fondos para pagar las clases y los materiales.
La necesidad de incrementar su bagaje técnico lo lleva en 1985 a concurrir al taller de Osvaldo Dubatti. Tras un año de fructífera actividad el maestro dice a su alumno que ya nada tiene que enseñarle.
En 1987 recibe a través de su hermano mayor, sacerdote del Verbo Encarnado que se desempeña en el Perú el encargo de pintar un mural que refleje la visita del Papa Juan Pablo II a la ciudad de Cuzco. La obra, con visibles raíces en la monumentalidad de ciertas pinturas del arte sienes del quatrocento, muestra el momento en que el Papa y el Arzobispo de Cuzco coronan, ante una multitud de fieles, la imagen de la Virgen del Carmen. Realizada en una tela de 3 x 4 metros de dimensión, la obra fue emplazada en su momento en la catedral cuzquena, y ahora se encuentra en el Museo de Arte Sacro de la Arquidiocesis.
Como resultado de esa pintura, Solari emprendió el primero de sus viajes en busca de sus raíces pictóricas. En Siena, Lucca, Florencia y aún más al norte en la Italia de sus ancestros, visito museos e iglesias, pernocto en monasterios y conventos, frecuento las obras grandes de Duccio di Buoninsegna, de Pietro y Ambroggio Lorenzetti, y fundamentalmente del Giotto. Las técnicas de entonces, con los materiales de hoy, Ie fueron abriendo los caminos para las obras que actualmente lo ocupan.
De regreso en su taller de Flores, encaro en 1992 la realización de las 27 pinturas de profetas, patriarcas y santos que componen el iconostasio de la capilla de la Academia Latinoamericana de Mariología, en la Universidad del Salvador. Ese mismo año expuso obras en el Teatro Santa María, y en el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes, en San Justo.
En 1999 abrió un paréntesis en su vida para cursar un ciclo de tres años en el Seminario que el Instituto del Verbo Encarnado posee en San Rafael, Mendoza. Sin dejar nunca de lado el arte, en esos años volcó sus mayores esfuerzos en el estudio de la filosofía, y en tomar contacto con la realidad social en nuestro país.
Un nuevo viaje por Italia y los grandes hitos del arte del Renacimiento resolvió el Norte de su definitivo camino. Volvió a Buenos Aires y a su taller, y concibió las obras que integraron la exposición que en 2002 realizó en las salas de la galería Arroyo.
Se conjugaron allí vastas composiciones en las que la figura es protagonista, y donde el artista desarrolla una imaginería que conceptualiza al hombre inmerso en una multitud de solitarios. Son los de Solari hombres y mujeres que padecen las vicisitudes que les plantea la vida de hoy, pero que no desesperan. Asumen el trance con la fortaleza que les da la seguridad de su trascendencia. No importa el cambiante escenario. Tanto puede ser el camión que los lleva a un partido de fútbol, como el instante de reposo en las faenas de la zafra, o la dinámica callejera de los cartoneros porteños. La multitud de solitarios se convierte en las telas de Solari en un núcleo solidario, y allí radica el tono de esperanza. Testigo atento, el artista brinda su testimonio, pone el foco de su luz donde otros prefieren no mirar y, confiado en la elocuencia de su mensaje, espera...
Ciertas voces de la crítica han hallado en sus trabajos analógicas referencias al criticismo social de un Berni, o de los muralistas mexicanos. Pero el artista, enfrentado a estos conceptos, señala su muy relativo conocimiento de la obra de esos maestros y afirma su individualidad.
Nos cuenta de su entusiasmo por la muestra que encara en estos días en el stand de la galería Arroyo en la renovada ArteBA del 2003, de un Vía Crucis para el que ya ha concluido algunas estaciones, y de la invitación que recibiera del gobierno de la región toscana para exponer en Florencia y Lucca en el 2005.
Mientras, María Callas reitera una vez más el "Vissi d'arte", el aria de Tosca. Pablo Solari, porteño de Flores, considera la de la soprano griega como la mejor de las versiones grabadas.
Adrián Gualdoni Basualdo, Crítico de arte, Buenos Aires, 2003