Pablo Solari por Raúl Santana, Crítico de arte, Buenos Aires, 2003
¿Dónde clasificar la obra Pablo Solari? Estas potentes y nítidas imágenes, no obstante referirse a acontecimientos de la vida cotidiana, son atemporales. Lo primero que uno se siente tentado a preguntar es ¿de dónde provienen estas figuras que se abigarran en primerísimo planos como si empujados por un misterioso fondo fueran a salir de la superficie? Ellas nos miran como esperando la foto que las inmortalice y es difícil entender, viendo cada uno de estos rostros, que sentimiento los anima. De no ser por esa consecuente negación al fondo que introduce en sus cuadros un espacio contemporáneo, Solari se nos aparece como un pintor que podría ser de Flandes, del cuatrocento, o quien con gran versatilidad, transfigura la lección del muralismo americano.

Con toda la impronta de una épica pero sin sentimentalismos, Solari ha creado escenarios que son verdaderos simulacros, máscaras que funcionan como arquetipos pero que también son la evidencia de un extraño camino interior atravesado por desconocidas obsesiones. Pero no se trata en estas obras de alegorías eruditas sino populares: el camión que lleva la hinchada de Boca, los cartoneros que comen papas (y que son al mismo tiempo un homenaje a Van Gogh), o una inmensa escena de la Zafra. Todo pareciera indicar que se trata de unas festivas o sarcásticas variaciones de la canción de la aldea. Y cuando digo aldea, no puedo dejar de pensar en Brueghel y sus poderosas alegorías de la comedia humana, esa condición de la vida que, con cambiantes atributos, siempre reaparece.

Más que reales, las figuras de Solari parecen legendarias, sobre todo por la libertad con que el artista resuelve las anatomías, introduciendo al espectador, en una tierna y grotesca leyenda. Si por un lado sus cuadros afirman un monumentalismo, también hay en ellos un sensible candor que nos habla de la mirada del artista sobre el mundo popular.

Por otra parte, más allá de esas robustas manos que -siempre están protagonizando un importante rol en las escenas- con sus imponderables gestos, signos o señales, estas obras se prestan a otra lectura: se trata en ellas de una sinfonía de tonos que se confunden casi como una abstracción y confundidos siguen vibrando. Aquí se manifiesta otro rasgo del artista: concibe el color no como color local, sino de acuerdo a las necesidades de la composición.

Los extraordinarios dibujos de Solari nos introducen en otra impronta: allí realidad, sueño y pesadilla, forman imágenes discontinuas donde humor y tragedia conjugan otra realidad.

No es casual por eso que sus pinturas, también manifiesten, por momentos, algunas claves surreales. En este sentido, la originalidad de Pablo Solari no pasa solo por la manera que tiene el artista de apropiarse de algunas secuencias privilegiadas del arte del pasado, sino por una fantasía asociada a solventes procedimientos que hacen que la nitidez de sus figuras, con sus abstractos volúmenes, adquieran la contundencia de lo real.

Raúl Santana, Crítico de arte, Buenos Aires, 2003